En las comunicaciones públicas, los periódicos, las televisiones y otros medios de comunicación tienden a sesgar a la información de acuerdo a su línea editorial, que suele venir determinada por motivos económicos y, si el dinero lo permite, ideológicos. Podemos encontrar incontables ejemplos de ello. El periódico catalán “La Vanguardia”, vinculado a CiU, informa sobre las manifestaciones progresistas centrándose en las detenciones y los contenedores quemados, pero destaca el pacifismo de las de la Diada. Los grandes periódicos españoles en papel condenaron a Boko Haram, pero muestran anuncios de prostitución (llamándolos “anuncios de contactos”) a diario. La prensa amarilla trata los temas sin cuidado ni delicadeza, yendo directamente a la carnaza y poniéndola en letras bien grandes para atraer a los lectores. Las actuaciones de estos medios hacen que ciertos grupos de personas los prefieran o los rehúsen y que se les puedan poner etiquetas, es decir, les dan una reputación. Hablamos, por ejemplo, de medios “conservadores”, “progresistas”, “sensacionalistas” o “favorables al PP”. Además, estas actuaciones previas y estas etiquetas hacen que estos grupos de personas valoren de un modo u otro sus actuaciones futuras. Por ejemplo, es más llamativa y más tenida en cuenta una crítica al PSOE por parte de “El País” que una de “ABC” o “La Razón”, porque uno es “de izquierdas” (aunque cada vez menos, sobre todo en temas sociales, en los que ya es “conservador” desde hace tiempo) y los otros son “de derechas” (y cada vez más).
Con las personas, sucede lo mismo. Yo mismo, por ejemplo, me considero una persona progresista, aunque, debido a mi punto de vista sobre algunas cuestiones, otras personas consideran que soy conservador. Otra gente, por ejemplo, puede ser eficiente, buena trabajadora e incluso con un buen currículum, pero es difícil que sea contratada si las empresas en las que busca un puesto encuentran fotografías en las que aparezca en ropa interior en medio de la calle, debido a que se les asocia irresponsabilidad. Ante la disyuntiva entre vestirse como quieran y “asegurarse” un trabajo, muchos escogen esta última opción. Como he dicho antes, el peligro está en que esa información llegue a quien la pueda usar para hacer daño (chantajear, por ejemplo) o, como caso extremo aunque común, que se haga pública.