Hace luengos años a los niños pequeños, aparte de de suministrarles las primeras vacunas comercializadas, se les ponían muchas inyecciones de diversos tipos para "reforzarlos". Si comían poco, una tanda de pinchazos los "dejaban nuevos". Muchas abuelas recuerdan con nostalgia que su hija "creció gracias a las tandas de vitaminas que le dábamos". Era habitual que los propios padres (abuelos o bisabuelos ahora) se encargaran de hervir la jeringa de vidrio y la aguja de acero durante unos 20 minutos. Cuando éramos pequeños, muchos veteranos como yo recibimos más de alguna serie de aquellos fabulosos reconstituyentes. Los que me conocen saben muy bien que ahora estoy tan joven como un bebé y tan fuerte como Stallone (je, je).
En esas épocas era frecuente amenazar al niño: "si no comes, el médico te pinchará", con lo cual conseguían que el médico pasara a convertirse en un mal bicho y enemigo. De manera que acudir al médico era como ir a ver al hombre del saco.
Los tiempos han cambiado. Aunque los papás sufren horriblemente, cuando "el niño no me come", ahora ya no se les amenaza con aquellas torturas de antaño. Sin embargo, aún quedan abueletes rezagados que inculcan a los nietos esa costumbre terrorífica: "si no comes te tendrán que pinchar". Es difícil cambiar la mentalidad de las personas que pasaron por una guerra y sufrieron toda clase de penurias. Por desgracia, el paso del tiempo es inexorable; los que pinchaban van pasando a mejor vida, y los acribillados ya estamos en la época de la vida que me gusta denominar como "la adolescencia de la madurez".
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